Wednesday, February 2, 2011

El cellista

No era común que lloviera tanto en julio en Los Angeles, por eso la tormenta los sorprendió a todos en el restaurante.
Es el diluvio, dijo Armando el cocinero gay quien siempre exageraba todo.
Lo cierto es que la clientela, que  no era mucha y se vio forzada a quedarse dentro y por lo menos en media hora no hubo autos entrando al estacionamiento.
Elisa mataba el tiempo envolviendo cubiertos en la servilleta y  mirando por la ventana fingiendo delante del gerente que estaba al pendiente del arribo de nuevos clientes.
El caserón donde se ubicaba el restaurante estaba muy oscuro. Eran las tres de la tarde y no sería hasta las cinco en que tal vez, sólo tal vez llegarían más clientes.
Martha la otra mesera estaba colocando correctamente la sal y el azúcar pero detuvo su trabajo justo en una de las mesas que daban a la calle y al mirar por la ventana dijo:
Mira Elisa,  ahí está de nuevo. Parece que no se cansa.  ¿No te da curiosidad saber por qué siempre anda cargando ese pesado instrumento para arriba y para abajo?
¿Qué quieres que te diga?􅀹 Cada quién carga su cruz. Tal vez esa sea la cruz que él debe cargar.
Sí, supongo que tienes razón pero me desespera verlo siempre tan sucio y tan feliz, es como si la desgracia no lo tocara, dijo Martha.
Ay qué cosas dices, todos tenemos nuestro infierno. Creo que el de él es peor. Nosotros por lo menos tenemos una buena cama dónde descansar.
Lo dirás por ti, mira que la mía es bastante mala, rio la otra mesera.
Aprovechando que el gerente se había ido a la oficina, Elisa caminó hasta alcanzar la misma visión de Martha y sus ojos vieron a un hombre negro, alto, delgado, con el pelo hirusto y descuidado, sucio, con un guante purpura en la mano izquierda, zapatos brillantes demasiado grandes, pantalones caqui manchados de todo y un abrigo largo y negro que tapaba su camisa.  No parecía advertir que la lluvia lo estaba mojando. El tocaba concentrado, feliz, sus manos se movían con rapidez, como si supiera de memoria todo lo que seguía y estuviera disfrutando por anticipado el siguiente movimiento.
 Elisa no sabía nada de música, pero se contagiaba de la alegría del otro.  Estaba pensando en lo maravilloso que sería que la música pudiera llegar hasta ella cuando la campanilla de la puerta la sacó del ensueño.  Se movió rápido, segura, habituada a dar la bienvenida a los clientes y entonces notó que había dejado de llover como de milagro, un tímido sol empezaba a secar la calle.
A las siete cuando terminó su turno, salió de Manolo’s dispuesta a encontrar al músico. Lo veía siempre que trabajaba afuera del restaurante tocando para nadie o tal vez para la persona más importante de su universo, para él mismo.
Recorrió sin suerte tres o cuatro calles aledañas al restaurante y no lo encontró. Así que regresó sobre sus pasos y fue al estacionamiento donde estaba su auto cuando de lejos su oído pareció advertir un leve sonido y dejó que su corazón la guiara, venía o parecía venir de una calle abajo, exactamente del sitio donde no  había buscado.  Asió la bolsa de papel que llevaba en la mano y acomodó  su bolso en el hombro y se fue directo,  para su buena suerte aún no oscurecía.
Lo vio desde una cuadra antes, pero la música le llegó primero.  Sonreía con los ojos cerrados y sus manos volaban sobre el cello. La conexión que había entre los dos se hacía evidente. Elisa se acercó sin hacer ruido y junto a otras tres personas se sentó en una jardinera para escuchar y cerró los ojos. Era lindo estar ahí sintiendo el fresco de la tarde, la lluvia se había llevado la contaminación por al menos esa tarde y ahora todo olía a limpio. Cuando abrió los ojos fue porque el sonido cesó y se acercó al músico y le extendió la bolsa de papel.  Gracias, dijo él.
Hola, me llamo Elisa y me gusta tu música, pero  el hombre abrió la bolsa como respuesta y devoró el sandwich que contenía.
Nat, le dijo, me llamo Nat y le extendió la mano como saludo.
¿Por qué tocas? le preguntó ella.
Porque la música me habla y yo le contesto. Es un diálogo, ves, sólo que tengo       que contestarle rápido porque si no, no me entiende.
Y a quién tocas? Quiero decir, son autores conocidos? Quiero saber quien escribió esa música tan linda.
Pues no sé, no sé si la aprendí en Juliard o donde,  pero es mi forma de hablar, mi mente la tiene toda aquí y se tocó la cabeza.
Elisa no sabía qué era Juliard o si el hombre estaba loco, seguro lo estaba porque nadie en su sano juicio va por las calles de LA cargando un cello. Vio su reloj y ya eran casi las 10.
Debo irme, gracias, me gustó el concierto.
No, no lo era, no era un concierto. Estaba hablando, esa es la forma en que me escuchan, la música es mi voz, dijo y se fue con su cello a conversar con Dios.

Wednesday, November 10, 2010

La mujer en el pasto

Las siete de la mañana de cualquier día de julio en el Sur de California puede ser muy caliente, por eso quienes tienen sistemas de riego automatizado para sus jardines lo conectan a las 5 o 6 a.m., eso lo sabía Elisa muy bien porque siempre salía a caminar antes de las 8 y cuando por error sus tenis caían en el césped, terminaba mojados.
Con 33 años encima, Elisa quería garantizarse una vejez digna por eso leía todos los artículos que se relacionaran con sistemas de vida más saludables.
Desde hacía años se tomaba sus dos litros de agua, comía una manzana antes de la segunda comida, se acostaba tras cenar una tasa de cereal con leche y procuraba caminar cada día. La costumbre se le fue haciendo fuerte y ahora era capaz de caminar una hora exacta, siempre en la mañana, siempre antes de las 8.
Hacía seis meses su economía estaba… ¿resentida? Nunca sabía como calificarla. La despidieron del departamento de Costumer Service de ATT porque no cumplía con el tiempo reglamentario con cada cliente, ella solía tardar más de 25 minutos y eso era una falta grave, y aunque en las encuestas que le hacían a los clientes salía siempre sobresaliente; a la gerencia no le importaba esas calificaciones Time is money como dicen los gringos y ella estaba en una empresa muy muy gringa.
Sin trabajo, y viviendo de empleos temporales y del seguro del desempleo, Elisa se vio precisada a rentar un cuarto pequeño hecho en una cochera en una casa del sur de Los Angeles, cerca del aeropuerto. La renta era accesible, el barrio feo y los vecinos insoportables, pero ella se dijo que era temporal y fiel a su costumbre salía a caminar todos los días alrededor del barrio hasta que alguien le habló de ese parque. Ese jueves por la mañana despertó a las 6:30 a. m. como era su costumbre, se puso la ropa de hacer ejercicio y se fue directo al parque de palmeras y magnolias. Había apenas andado una cuadra cuando la vio. Si, era extraño ver a una mujer madura, entrada en carnes, blanca y el pelo pintado de rubio acostada en el parque; la cabeza apoyada en el codo izquierdo, el codo sobre el césped, la mirada altiva y desafiante y tan tranquila como si estuviera en un concierto de De Bussy.
La visión se repitió el sábado, y el domingo y el lunes, y Elisa siempre pensaba lo mismo ¿Qué hace aquí? ¿Por qué siempre está tan bien peinada y arreglada?
La mujer del pasto, como la bautizó Elisa, traía siempre el mismo pantalón pesquero, azul, una blusa provocativa color beige y zapatos abiertos de tacón alto.
Su cabello estaba descuidado y dejaba ver raíces negras, aunque el resto era casi rubio. Mientras la vida se instalaba en el día, los niños pasaban a las escuelas, las mujeres y hombres a sus trabajos, ella permanecía en el césped, indolente, mirando selectivamente, de hecho a Elisa nunca la veía. El parque era bastante visitado a esa hora de la mañana, no sólo estaban los empleados de Parques y recreación que iban por sus vehículos estacionados en un claro del parque, sino que una docena de homeless empezaba a levantarse, dormían en el parque, amparados bajo las mesas de concreto o bajo la cornisa del techo que quedaba en el centro recreativo.
A Elisa, delgada, limpia, perfecta, cuidadosa y bastante organizada con su vida, le daba pena y coraje ver a esos indigentes sin techo que parecían felices, pese a todo.
Pero la mujer del césped era quien más la intrigaba, ni siquiera estaba segura de que era una indigente. Todos los otros estaban sucios, olían mal y hasta se les podía adivinar la historia, seguramente el abuso de las drogas los habían arrastrado a esa mundo de miseria, estaba segura Elisa.
Llevaba casi dos semanas usando el mismo parque para su ejercicio matinal, cuando una mañana de martes fue media hora más tarde de lo acostumbrado, ese era uno de sus días libres en el restaurante donde trabajaba tres días a la semana y decidió quedarse un poco más en la cama leyendo un artículo de una revista donde hablaban de una nueva dieta para mantenerse saludables y que estaba relacionada con la sangre. Llegó al parque casi a las 8 y se dio prisa en iniciar su rutina, tras el breve calentamiento que siempre hacía empezó a caminar, tras 15 minutos ya iba al trote cuando la vio, tirada en el césped, en la esquina de siempre, la que daba a la calle San Pedro, con el pantalón de costumbre, pero ahora llevaba varias cadenas que parecían de oro. A Elisa le llamó tanto la atención el verla tan limpia, tan contrastante con el paisaje, tan segura, tan indolente que se distrajo, pisó mal el borde de la banqueta y se cayó doblándose el tobillo y fue a caer precisamente a un lado de donde estaba la mujer del césped.
El tobillo le dolía demasiado, no podía levantarse y cuando quiso hacerlo simplemente no pudo. Deja que repose, frótalo con tus manos, dale calor y luego deja que enfríe por lo menos en 15 minutos no los muevas. Sí, le estaba hablando a ella. Gracias, dijo Elisa tímidamente. Dime ¿no te aburres? preguntó la mujer. Vienes aquí todos los días, caminas, corres, te vas sudada, cansada y todo para qué, no veo que te pongas mejor. Bueno no lo hago por eso, quiero solamente estar saludable y el ejercicio es bueno, eso dicen. Si m´hija, pero nunca sabes lo que la vida te depara, puede que no termines el día.
No me gusta pensar en eso, dijo, Elisa, mientras se quitaba el tenis y sobaba su pie derecho. Además soy una convencida de que uno hace su vida y yo estoy construyendo la mía.
Estoy sana, trato de mantenerme fuera de las drogas y no tengo hijos porque así lo he decidido. Así que si hago ejercicio estaré un poco mejor ¿Tienes un cigarrillo? preguntó la mujer del césped. Claro que no, casi gritó. No fumo.
Pues tú te lo pierdes. Me llamo Berenice ¿y tu?
Elisa, mucho gusto Berenice.
Así que te crees muy lista ¿no? Sólo porque corres y comes sano y no usas drogas. Eso no significa nada.
La crítica le dio confianza y dijo, siempre que te veo me pregunto qué haces aquí. ¿eres una homeless?
Algo así, todo depende de lo que llames homeless.
Mira te lo pregunto porque no luces como ellos, pero siempre estás aquí tirada en el pasto, fumando. Me parece que a tu edad deberías estar en una casa, enviando a los hijos a la escuela o arreglándote para ir a un trabajo Eres rara ¿no?
Bueno, digamos que soy diferente. Tengo 38 años y alguna vez tuve todo eso que me dices, una casa, dos hijos, una vida que parecía perfecta, pero nada es para siempre, ni los amores eternos, hasta esos se acaban.
Elisa se puso el tenis, pero ella la detuvo. No camines aún, te puede hacer daño, deja que el golpe se enfríe
¿Por qué sabes tanto de golpes?
En algún tiempo fui enfermera sabes. Si tienes dinero te digo la pomada que debes comprar y como curar el pie para que no te duela y puedas estar bien mañana.
¿Quieres un café? Tengo uno muy bueno en casa. Me lo trajo un amigo de Colombia y no vivo lejos, se extraño diciendo Elisa.
Bueno, si te inspiro confianza, te acepto el café.
Eran una pareja extraña, Elisa, caminaba apoyada en el hombro de Berenice y ésta iba altiva, con sus zapatos abiertos de tacón alto.
En la casa Berenice preparó el café, mientras Elisa le decía dónde estaban las cosas. Sentadas en la mesa les dio un ataque de risa. Mira hace una hora no sabía quién eras y ahora te tengo en la mesa de mi casa compartiendo un café.
Bueno, ya sabes cómo me llamo, y que soy enfermera. Era una de las mejores ¿sabes? Nací en Kentucky, mi madre era una indígena cherokee y mi padre un gringo, como dicen ustedes los hispanos. Me casé a los 17, con el novio de la prepa y fuimos felices, yo no quería nada más, una vida como me había enseñado mi madre, dos hijos, Allison y Brian. Rubios como mi esposo, que también se llamaba Brian. Mis hijos eran todo; sanos y dulces. Entonces a él le dieron este trabajo en Los Angeles, era una buena oportunidad y yo podía trabajar en cualquier clínica. Llegamos cargaditos de ilusiones, con ganas de hacer una buena vida. Encontramos una casita pequeña en Pasadena, nada elegante, pero suficiente.
La segunda taza de café llegó acompañada de unas galletas de avena que Berenice encontró en la alacena y también con una compresa fría que le puso a Elisa en el tobillo.
Allison cumplió cinco años y yo 27, Brian tenía tres y ya llevábamos dos años en Los Angeles.
Acá mi esposo era mecánico en el aeropuerto, pero su sueño era pilotar aviones, así que juntamos un dinerito y se metió a la escuela para ser piloto. Tenía un talento natural, era fácil para él y después de tres años consiguió sus primeros vuelos y a los seis meses le dieron su tiempo completo como piloto, teníamos muchos sueños, queríamos una casa mejor y yo no deje de trabajar en el hospital, me aumentaron las horas y todo estaba bien, compramos una casa, ya sabes con jardín en las afueras de Los Angeles, entonces una noche me pidieron doblar turno en el hospital. Estaba muy cansada, pero me necesitaban. Durante dos semanas una ancianita había estado internada en cuidados intensivos, nadie dábamos nada por ella, todos sabíamos que iba a morir, pero su familia estaba empeñada en que eso no pasara.
Yo era una enfermera responsable, había estado en el Buen Samaritano los últimos cinco años y me tenían consideración. La noche de la tragedia era octubre, 31, para ser más exactos, yo quería llegar temprano a casa para llevar a los niños a pedir Halloween, ya sabes, ellos estaban contentos esperándome en casa pero no pude llegar, obligada a doblar turno me asignaron a cuidados intensivos. Me acuerdo que vi a la anciana como a las 8 y leí la tablilla con las instrucciones, se llamaba Diana Mortis y tenía 72, entró con un cuadro de neumonía pero no había reaccionado bien al tratamiento. Dime ¿te aburro con el relato?
No, para nada, es solo que nunca imaginé que fueras enfermera.
No, ya no lo soy. Algunas cosas no las olvidas, pero ahora soy una homeless.
Esa noche estaba indicada una inyección, yo la apliqué, pero la señora Parker empezó a tener una reacción y murió a la hora. Ya sabes, lo demás es historia, el caso de negligencia llegó a los tribunales, investigaron a fondo y sí yo apliqué la inyección, pero habían puesto una tablilla de instrucciones equivocada, solo que la enfermera encargada de hacerlo, era la jefa y amante del director, así que ella no iba a cargar con la culpa. Me condenaron a 12 años y me retiraron la licencia.
¿Qué dónde estaba mi esposo? Fácil hacía tres meses que sostenía una relación con una azafata y mi ida a prisión le facilitó las cosas. Desapareció por supuesto. Su amor no era tan fuerte pero con el poder en la mano que le daba mi encarcelamiento el pudo tener la custodia de mis hijos.
Que quieres que te diga, los 9 años en prisión, porque me rebajaron la condena por buen comportamiento no hice otra cosa que alimentar el deseo de verlos, pero cuando salí no encontré rastro de ellos, habían vendido la casa, tenían una orden de restricción en mi contra y pese a que tenía información de él no tenía dinero para iniciar una búsqueda. No puedo trabajar como enfermera, así que empecé a asistir sin licencia en un hotelucho del centro en el que viví con el poco dinero que tenía. Atendía a drogadictos, a embarazadas que no querían a sus hijos, ponía inyecciones, curaba algunas heridas de acuchillados, pero no hay reposo para quienes estuvimos presos.
Una noche la policía hizo una redada en el hotel y volví a prisión. De ahí todo fue hacia abajo, beber para olvidar, trabajos temporales que no rendían y el dolor, el dolor que a veces no deja respirar.
Por las noches vivo en un albergue, desocupo la cama temprano porque me deprime ver lo que hay alrededor de mi y entonces después de medio asearme me vengo aquí, al parque, me recuesto a ver el cielo y maldigo todos, todos los aviones que pasan, es la única forma que tengo de venganza, de desahogo. Imagino que en alguno de ellos va Brian, imagino que él está piloteando y sueño, sueño con que cae al mar.
Elisa tomó el último sorbo de café y extendió su mano, tocó la de Berenice.
Te entiendo y nunca sabes, quizá ya cayó, de otra forma tal vez, pero puede ser que ya haya caído. Lo único que te puedo decir es que esto también pasará.